La mujer se ahoga, presa en las estrechas mallas de una red de moral menuda, menuda. Debercitos: gustar, lucir en un salón. Instruccioncita: música, algo de baile, migajas de historia, nociones superficiales y truncadas. Devocioncilla: prácticas rutinarias, genuflexiones, rezos maquinales, todo enano, raquítico, como los albaricoqueros chinos. Falta el soplo de lo ideal, la línea grandiosa, la majestad, la dignidad, el brío.
Emilia Pardo Bazán, “La educación del hombre y la de la mujer” Nuevo Teatro Crítico,22, 1892
Emilia Pardo Bazán, “La educación del hombre y la de la mujer” Nuevo Teatro Crítico,22, 1892

Prólogo de Emilia Pardo Bazán a La esclavitud femenina, de John Stuart Mill
Al considerarse que el talento no era propio de la mujer y menos aún la cultura, nuestras autoras tuvieron que hacer verdaderos alardes de lo que tradicionalmente se ha venido entendiendo por «femineidad». Cerca ya de este siglo, incluso los partidarios de que ocupase el lugar a que le daban derecho sus aptitudes, aclaraban: «pero no ministro, abogado, juez, alcalde, etc., porque hay leyes eternas, principios fundamentales que a ello se oponen».
El Congreso Internacional de Medicina celebrado en Brighton en 1886 confirmó la relación directa entre la formación cultural de la mujer y su pérdida de capacidad reproductiva, de tal manera que si continuaba progresando la educación superior en Estados Unidos, Inglaterra y Alemania, «dentro de algunas generaciones la mitad femenina de aquellos países sería impropia para las funciones de madre».
En España, ya el año 1804 la reina María Luisa había expresado claramente a Godoy su opinión:
El Congreso Internacional de Medicina celebrado en Brighton en 1886 confirmó la relación directa entre la formación cultural de la mujer y su pérdida de capacidad reproductiva, de tal manera que si continuaba progresando la educación superior en Estados Unidos, Inglaterra y Alemania, «dentro de algunas generaciones la mitad femenina de aquellos países sería impropia para las funciones de madre».
En España, ya el año 1804 la reina María Luisa había expresado claramente a Godoy su opinión:
Soy mujer, y aborrezco a todas las que pretenden ser inteligentes, igualándose a los hombres, pues lo creo impropio de nuestro sexo, sin embargo de que las hay que han leído mucho, y habiéndose aprendido algunos términos del día, ya se creen superiores en talento a todos.
(…)
(…)
Algunas autoras, para neutralizar posibles ataques de los hombres a sus trabajos, recurrieron a la fórmula de pedirles que se los prologasen.
La lectura de estas pequeñas introducciones merece comentario especial por ser todo un modelo de diplomacia. Alabaron las más diversas cualidades humanas de las autoras: belleza, simpatía, fe religiosa, pero rara vez la obra mereció un comentario serio. Uno de los escasos elogios que hemos leído fue el hecho ante el estreno de Rienzi el Tribuno de Rosario de Acuña: «Nada dice, ni el drama ni la energía de la frase, que ha sido escrito por una mujer semejante a Gertrudis Gómez de Avellaneda».
Por lo general, se mostraron indulgentes si el contenido se trataba de cuentos infantiles, género que encontraban apropiado para que lo cultivase la mujer «por la exquisita delicadeza peculiar del bello sexo».
Escritores como Antonio de Trueba no se explicaban la animadversión que existía ante la mujer escritora cuando:
La lectura de estas pequeñas introducciones merece comentario especial por ser todo un modelo de diplomacia. Alabaron las más diversas cualidades humanas de las autoras: belleza, simpatía, fe religiosa, pero rara vez la obra mereció un comentario serio. Uno de los escasos elogios que hemos leído fue el hecho ante el estreno de Rienzi el Tribuno de Rosario de Acuña: «Nada dice, ni el drama ni la energía de la frase, que ha sido escrito por una mujer semejante a Gertrudis Gómez de Avellaneda».
Por lo general, se mostraron indulgentes si el contenido se trataba de cuentos infantiles, género que encontraban apropiado para que lo cultivase la mujer «por la exquisita delicadeza peculiar del bello sexo».
Escritores como Antonio de Trueba no se explicaban la animadversión que existía ante la mujer escritora cuando:
[...] En su conversación y trato es modesta y sencilla, acepta el mundo tal como Dios lo ha hecho y atiende como primer deber a lo que la naturaleza y su estado le han impuesto, y tan nobles y elevadas considera las faenas domésticas como las literarias.
Nicolás Díez de Benjumea elogiaba a María Mendoza, «tan excelente y completa señora como amante esposa y cariñosa madre», y justificaba los silencios literarios de la autora por el fallecimiento de su esposo y varios hijos.
Más severo se mostraba Gumersindo Laverde, que estaba dispuesto a no censurarlas siempre que acreditasen no haber escrito «por los estímulos de la vanidad y el capricho» e incluso se mostraría indulgente «si habían arrostrado grandes dificultades, vencidas a fuerza de aplicación y constancia, sabiendo conciliar sus deberes domésticos con las inclinaciones literarias».
María del Carmen Simón Palmer “Escritoras españolas del siglo XIX o El miedo a la marginación”, Anales de Literatura Española, núm. 2 (1983), Alicante, Universidad, Departamento de Literatura Española, 1982, pp. 477-490.
Más severo se mostraba Gumersindo Laverde, que estaba dispuesto a no censurarlas siempre que acreditasen no haber escrito «por los estímulos de la vanidad y el capricho» e incluso se mostraría indulgente «si habían arrostrado grandes dificultades, vencidas a fuerza de aplicación y constancia, sabiendo conciliar sus deberes domésticos con las inclinaciones literarias».
María del Carmen Simón Palmer “Escritoras españolas del siglo XIX o El miedo a la marginación”, Anales de Literatura Española, núm. 2 (1983), Alicante, Universidad, Departamento de Literatura Española, 1982, pp. 477-490.

María Lejárraga, Crónica, diciembre, 1931
Considerando la creencia de María en los derechos de la mujer, su actitud pasiva con respecto a su importante trabajo literario (y de conocerse, podía haber inspirado a otras mujeres) es contradictoria. Una posible explicación puede encontrarse en un ensayo feminista suyo profético de 1917:
"Las mujeres callan... porque creen firmemente que la resignación es virtud... callan por costumbre de sumisión ... callan, porque en fuerza de siglos de esclavitud han llegado a tener alma de esclavas" (Feminismo ... 105-06).
Años más tarde, la autora demuestra un juicio más severo sobre los maridos que se aprovechan de sus mujeres en No le sirven las virtudes de su madre (1930). En esta obra corta, una madre habla con el viudo de su hija muerta. Al referirse a ésta, es como si María hablase de sí misma en calidad de esa esposa joven:
"Fue tu compañera, y no fue tu igual... Pensó contigo, luchó contigo, trabajó contigo, afanó contigo...; ¡tú solo triunfaste! ¡Cuántas noches la he visto, rendido tú, repasando tus notas, poniendo en orden tus papeles, rectificando tus errores, preparando el discurso en que habías de brillar! .... ¿Quién se ha retirado, a la hora del triunfo, para dejarte a ti toda la vanagloria? ¿Quién ha hecho el silencio en torno tuyo para que no se oyera más que tu voz? . . . . Sobre ella pesó la tradición de viejas ignorancias e incompetencias... No fue una mujer; fue lo que a fines del siglo XIX y a principios del XX se llamaba 'una feminista'" (Eva curiosa 69).
Treinta años después, en La muerte de la matriarca (1960), se acentuaría aún más su cinismo, si la protagonista es, como parece ser, otra voz de la autora. Levantando los ojos al cielo para rezar, la matriarca moribunda dice:
"¡Oh, tú, que me creaste y hoy me matas... si me lanzas otra vez a vivir... hazme hombre! ¡Hombre, para ser yo sin ataduras... para perderme si me quiero perder, para salvarme si me puedo salvar!... Mi vida para mí...no para los otros... siempre... los míos, los ajenos.... siempre apagando el fuego del corazón... por no ofender... por no escandalizar... El hombre no escandaliza nunca, ¡le basta con triunfar!" (Fiesta en el Olimpo 188).
Después de la muerte en Buenos Aires de María, un baúl de efectos personales llegó a su familia en Madrid. Entre otros papeles, ese baúl contenía el manuscrito inédito de Sortilegio, su única tragedia y última obra estrenada con la firma de Gregorio. El baúl de Buenos Aires traía también más de cien cartas de Gregorio que probaron definitivamente lo que decían los entendidos: que las obras de Gregorio se las escribía su mujer.
O'Connor, Patricia W. (1987), María y Gregorio Martínez Sierra: Crónica de una colaboración, Madrid: La Avispa
O'Connor, Patricia W. (1987), María y Gregorio Martínez Sierra: Crónica de una colaboración, Madrid: La Avispa

PLEGARIA A LA LUZ
¡Bendita y alabada sea la luz, madre y señora de todo lo creado!
Ella nos libre con sus rayos de oro de la sombra que se extiende en el mundo como reptil y que quiere subir por las vidas, ahogándolas.
Vengan en buena hora, si necesario fuera, sacrificios de mi carne, dolores de mis miembros, roturas de mis huesos; pero que la luz ilumine mi dolor y no haya sombra alguna que ocultar pudiera un retorcimiento de mi cuerpo en cruz…
Ven a mi luz, protectora de la Ciencia, salvadora del caminante que bordea los abismos, amparo del pobre a quien hace sombra la humeante antorcha del poderoso, y derrámate toda tú por los rincones más escondidos de mi vida y de las vidas de todos los que amo, y mata, deshaz, pulveriza la sombra ruin, la sombra malvada, la sombra pérfidamente cruel que se enlaza en las gargantas para ahogar…
Rezad todos conmigo, vosotros los que os veis atacados por la sombra maldita y gritemos unidos con valor y con fe:
¡¡Fiat lux!!
Amén, amén.
Él (1926), Mercedes Pinto
Ella nos libre con sus rayos de oro de la sombra que se extiende en el mundo como reptil y que quiere subir por las vidas, ahogándolas.
Vengan en buena hora, si necesario fuera, sacrificios de mi carne, dolores de mis miembros, roturas de mis huesos; pero que la luz ilumine mi dolor y no haya sombra alguna que ocultar pudiera un retorcimiento de mi cuerpo en cruz…
Ven a mi luz, protectora de la Ciencia, salvadora del caminante que bordea los abismos, amparo del pobre a quien hace sombra la humeante antorcha del poderoso, y derrámate toda tú por los rincones más escondidos de mi vida y de las vidas de todos los que amo, y mata, deshaz, pulveriza la sombra ruin, la sombra malvada, la sombra pérfidamente cruel que se enlaza en las gargantas para ahogar…
Rezad todos conmigo, vosotros los que os veis atacados por la sombra maldita y gritemos unidos con valor y con fe:
¡¡Fiat lux!!
Amén, amén.
Él (1926), Mercedes Pinto
"Carmen vino a Madrid a rehacer su vida, sin recursos, con su hija en brazos, como esas pobres de mantón con su hijo palpitante bajo el mantón en una pieza de ellas y del niño, del niño que es un leve y elevado bulto que remata enaltecedoramente la estatura de la madre, y que parece como ese niño empotrado en la piedra, consubstancial y ahondado en ella de Nuestra Señora de la Almudena. Carmen, con su sombrerito triste y con su hija siempre en brazos, hizo sus estudios de maestra superior, ganó sus oposiciones a Normales entreverando todo eso con artículos en todos lados y hasta escribiendo fajas en casa de una modista que tenía un periódico de modas. Carmen entonces era Carmen de Burgos y para dar variedad a su nombre empleaba los seudónimos ingenuos y románticos de «Raquel», «Honorine», «Marianela». Apenada, nerviosa, fatigada, escribía para vivir, hasta que por fin fue la primera «redactora» de periódico. Por entonces Augusto Figueroa, el gran periodista, le dijo un día, a la salida de El Diario Universal: «Usted debe firmar Colombine», y ella se llamó desde entonces «Colombine»"

Concepción Núñez Rey: Carmen de Burgos, Colombine, en la Edad de Plata de la literatura española, Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2005
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