sábado, 25 de julio de 2009

Desnutrición

He amamantado pueblos de calzadas llameantes
y negado con mis actos de amor cualquier prejuicio
sobre la primitiva crudeza de las fieras.

Mis pezones son dignos de alabanza
y mi leche ha fecundado
La más hermosa imagen del instinto:
hembra que alimenta sin conciencia de sí.

Así me imaginaron llena de ubres encrespadas;
y atentas, como los oídos de un lince a la caída de la tarde
para que recordaran mi gersto involuntario,
y en la memoria perdure aquel reflejo
que convocó la vecindad del hambre.

Espantada de mi innato talento
creí en las palabras que honraron mi bondad,
mi amor lechoso y dispuesto,
la excelencia que fui celebrada
por olvidar mi origen y ocultar mi raíz,
y porque enajenada o conmovida
alimenté sin motivos la vida de otros.

Yo crié sin saberlo a los hijos más dignos,
Vástagos hermosos con el azar probó
la envergadura de mi especie,
hijos sin pelambre ante los cuales
acerqué mis pezones, no por deseo,
sino por esa rutina del instinto
adiestrado en resistirse
ante las formas de la muerte.

Y aunque no fue por amor, ya nada importa.
Yo misma lo llamé piedad, y más tarde deseo,
y a otras palabras no menos vanidosas
también se acostumbraron mis labios prominentes.

Pero un Rómulo apesto me amenaza todos los días.
Desespera por hacerse un lugar en la historia
y un hueco entre mis pechos.
Reclama su blanco patrimonio de senos prometidos,
la previsible certeza en la que cree desde niño.
Viene confiado y sus palabras abultan
la mitad de su cuerpo; en la otra esa fuerza
que da sentirse al amparo de su nombre.

Y cuando hastiada del mío me niego a amamantarlo,
-no por deseo, sino por aquel mismo instinto ante la muerte-
la indignación entra de golpe en sus ojos enormes,
y con su más triste retórica me habla de lo oscuro,
y de la loba que tengo agazapada en mí.

Alicia Llarena

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